viernes, 8 de junio de 2007

Los temores de Roberta

La mujer abrió la puerta, entró rápido, el frío de la calle mordía sus carnes. Se acercó a la estufa y la encendió. Se quedó un momentito parada enfrente, sintió el calor que hacía huir los temblores gélidos de sus manos y piernas. Se quitó el gorro, la bufanda, los guantes. Calmó su respiración, inspiró hondo. Sintió el aroma de su hogar. Escuchó el silencio placentero del merecido descanso nocturno. Luego se acercó al aparato de radio y lo encendió. Acordes melodiosos y lentos inundaron su espacio. Después fue a la cocina, se preparó un café humeante y con él se sentó en el sofá. Tomó la aromática bebida con placer. El calor la colmaba por dentro. Su cuerpo se fue relajando. Comprobó la sensación agradable del ensueño envuelta en la música y el calor hogareño. Poco a poco se quedó dormida. Nuevamente en forma brusca sintió el tan temido frío de la calle, el dolor álgido en sus pies, que ya no eran pies, sino cuatro patas, peludas, pequeñas, mojadas por la lluvia. Su barriga también estaba húmeda y con fuertes punzadas por la mordedura desgarradora del hambre. Sus ojos irritados. Su oreja derecha ardía de dolor, un dolor más cruel que el mismo hielo. Temblaba de pies a cabeza. Evocó su última pelea en donde su oreja quedó colgando por una certera dentellada que también colgó su dignidad de perra abandonada al no lograr el botín tan anhelado: los restos de comida de un basurero nocturno que le fue arrebatada del hocico fieramente por su adversario, otro perro callejero como ella que luchaba por el sustento diario para no morir de hambre. Continuó caminando por la calle mojada, ya casi desfallecida. De pronto, al otro lado de la vereda divisó otro tarro de basura donde aún no había llegado nadie. Su corazón se aceleró por la emoción del hallazgo. Se lanzó frenética para alcanzarlo. En su loca carrera no vio el auto que se le abalanzó. El golpe la tomó por sorpresa. La lanzó por los aires. El ruido de los neumáticos, las luces, los gritos, también la sorprendieron. Se preparó mentalmente para aterrizar, rogando que el golpe no le quebrara algún hueso. Sintió que perdía el conocimiento. Hizo un esfuerzo, otro más, para no perder la conciencia. Entre la oscuridad y somnolencia logró despertar. Estaba húmeda de sudor, miró asustada, su corazón latía a mil por minuto. Abrió los ojos y lo primero que observó fue la luz incandescente de la estufa encendida. Estiró las manos, casi vuelca la taza que tenía en su regazo. Se puso de pie y la llevó a la cocina. Respiró aliviada. Todo había sido un sueño. Un mal sueño. Miró la habitación nuevamente, reconoció sus muebles, su estufa, su sofá. Se sintió a salvo. Rió de sus temores. Ya más tranquila se recostó nuevamente. Pensó en lo afortunada que era al estar abrigada de la inclemente lluvia que advertía en su ventana. Sus ojos nuevamente se fueron cerrando en la delicia de la penumbra cuando un golpe seco la despertó, notó el cemento mojado y el ruido de sus huesos al quebrarse. Una horrible punzada en el costado y por su hocico percibió un hilillo cálido y viscoso que llegaba hasta su oreja.
Quiso ponerse de pie y no lo logró. Cosa rara, ya no sentía dolor ni frío apenas unos espasmos la recorrían. De reojo miró y su cola, su preciosa cola velluda, orgullosa, estaba embarrada de lodo y sangre. Sintió que unas manos la arrastraban hasta la orilla y un ruido de motor en marcha. Otra vez trató de pararse, de sacudirse, entonces comprendió que la casa, el sofá, la estufa, el café, habían sido un sueño y ya nunca más los soñaría porque ahora ella, la perra callejera no volvería a soñar. Se dormiría para siempre en el único hogar que conocía: la calle.

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