viernes, 8 de junio de 2007

Libro de Cuentos- ediciones La silla- 2005

Breve Nota Bio-Bibliográfica

María Cristina Ogalde, nace en Talcahuano en 1954. Estudió Historia en la Universidad de Concepción y Teología en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y en la Pontificia Universidad Católica Caxias do Sul, Brasil. Concluyó sus estudios en la Universidad Jesuita de Roma. Estudió Sicología religiosa en la misma Universidad. Participó en la renovación de las congregaciones latino americanas. Se desempeñó como misionera en el continente Africano, Centro América y Latino América.
Ha escrito artículos en diversas revistas latinas y europeas, españolas y francesas.
En Chile, país al que regresó en 1996 “El musgo crece aún sin agua”, es su tercera obra secular. Es fundadora y actual directora del Colectivo La Silla de la región del Bío-Bío, editora de Ediciones del mismo nombre y Editora de la Revista de Arte y Cultura Catalejo de Talcahuano.

Superstición

El doctor iba a grandes zancadas por el corto camino rodeado de espesos matorrales que lo llevaba del pequeño hospital de madera y paja hasta la casa donde vivía desde que decidió irse al matogroso brasileño después de un desastroso matrimonio en el que por milagro salió vivo de las garras de su celosa mujer.

En el húmedo calor se sentía muy cómodo enfundado en sus impecables short y polera blancos.

--¡Qué tontera, cualquiera diría que tengo miedo! – pensó, recordando lo que le contara la paciente que había atendido recién.

--Sí, es verdad doctorcito – le había dicho la anciana – cuando una se muere de mordida de cobra, de una Jararaca, no es que se muera de verdad… se convierte en cobra… y lo único que queda es irse mato adentro alejado del mundo.

Por eso doctorcito usted tiene que ponerse botas y ropa larga…¡Tiene que protegerse!- había sentenciado su paciente en ese dialecto tan sonoro del ximbu, cerrando los ojos y quedándose perdida en los recuerdos de sus antepasados.

--¡Qué ridículo! ¡Pobre gente! Años de ignorancia son sus peores dolencias – dijo en voz bajita como temiendo que lo escuchara la enfermera que pasos más adelante al frescor de la vivienda le esperaba con una jarra de helado jugo de mango. De pronto sintió unas punzadas en la pantorrilla, miró hacia abajo velozmente y vio pequeños puntos sanguinolentos en mitad de la pierna. Con el rabillo del ojo alcanzó a ver parte del animal de colores rojizos y verdosos que reptaba rápidamente hacia los matorrales. Sintió un intenso dolor que subía por la pierna hasta la ingle. Trató de seguir caminando pero cayó con violencia al costado del estrecho camino, quiso ponerse de pie pero sólo consiguió quedar atrapado por los matorrales. Desde el suelo intentó mirar hacia la casa, sólo vio el verdor vegetal, volteó su cabeza y tampoco logró ver la construcción del hospital. Todo se volvió extraño, los ruidos se hicieron más fuertes hasta podía escuchar el latir de su corazón como una locomotora desbocada. Intentó moverse y no pudo, quiso extender la mano para alcanzar el camino y tampoco lo logró. Sólo vio los pies ágiles de la enfermera que pasaba hacia el hospital. Trató de hablarle, de gritarle pero de su boca no salió sonido. Se sentía inmóvil, liviano, somnoliento. Con esfuerzo consiguió mover una pierna comprobando con horror que ésta tenía un color rojizo-verdoso, llena de una especie de escamas que seguían inundándolo hacia la parte superior de su cuerpo.

--Estoy soñando, sí, eso me pasa, estoy soñando y de verdad pensé que me había mordido una serpiente.

Pasados unos minutos, la enfermera volvió por el mismo camino

--¡Doctor, doctor!-gritó haciendo eco con sus manos - ¿ Dónde está?, ¿ Dónde se fue? El jugo está en la mesa, se va a calentar con este calor.

De pronto dio un salto y corrió asustada, acababa de ver una Jararaca que desde el suelo le miraba fijamente. La serpiente se fue entre las matas huyendo con miedo de que volviera la enfermera y la aplastara hasta morir.

Los temores de Roberta

La mujer abrió la puerta, entró rápido, el frío de la calle mordía sus carnes. Se acercó a la estufa y la encendió. Se quedó un momentito parada enfrente, sintió el calor que hacía huir los temblores gélidos de sus manos y piernas. Se quitó el gorro, la bufanda, los guantes. Calmó su respiración, inspiró hondo. Sintió el aroma de su hogar. Escuchó el silencio placentero del merecido descanso nocturno. Luego se acercó al aparato de radio y lo encendió. Acordes melodiosos y lentos inundaron su espacio. Después fue a la cocina, se preparó un café humeante y con él se sentó en el sofá. Tomó la aromática bebida con placer. El calor la colmaba por dentro. Su cuerpo se fue relajando. Comprobó la sensación agradable del ensueño envuelta en la música y el calor hogareño. Poco a poco se quedó dormida. Nuevamente en forma brusca sintió el tan temido frío de la calle, el dolor álgido en sus pies, que ya no eran pies, sino cuatro patas, peludas, pequeñas, mojadas por la lluvia. Su barriga también estaba húmeda y con fuertes punzadas por la mordedura desgarradora del hambre. Sus ojos irritados. Su oreja derecha ardía de dolor, un dolor más cruel que el mismo hielo. Temblaba de pies a cabeza. Evocó su última pelea en donde su oreja quedó colgando por una certera dentellada que también colgó su dignidad de perra abandonada al no lograr el botín tan anhelado: los restos de comida de un basurero nocturno que le fue arrebatada del hocico fieramente por su adversario, otro perro callejero como ella que luchaba por el sustento diario para no morir de hambre. Continuó caminando por la calle mojada, ya casi desfallecida. De pronto, al otro lado de la vereda divisó otro tarro de basura donde aún no había llegado nadie. Su corazón se aceleró por la emoción del hallazgo. Se lanzó frenética para alcanzarlo. En su loca carrera no vio el auto que se le abalanzó. El golpe la tomó por sorpresa. La lanzó por los aires. El ruido de los neumáticos, las luces, los gritos, también la sorprendieron. Se preparó mentalmente para aterrizar, rogando que el golpe no le quebrara algún hueso. Sintió que perdía el conocimiento. Hizo un esfuerzo, otro más, para no perder la conciencia. Entre la oscuridad y somnolencia logró despertar. Estaba húmeda de sudor, miró asustada, su corazón latía a mil por minuto. Abrió los ojos y lo primero que observó fue la luz incandescente de la estufa encendida. Estiró las manos, casi vuelca la taza que tenía en su regazo. Se puso de pie y la llevó a la cocina. Respiró aliviada. Todo había sido un sueño. Un mal sueño. Miró la habitación nuevamente, reconoció sus muebles, su estufa, su sofá. Se sintió a salvo. Rió de sus temores. Ya más tranquila se recostó nuevamente. Pensó en lo afortunada que era al estar abrigada de la inclemente lluvia que advertía en su ventana. Sus ojos nuevamente se fueron cerrando en la delicia de la penumbra cuando un golpe seco la despertó, notó el cemento mojado y el ruido de sus huesos al quebrarse. Una horrible punzada en el costado y por su hocico percibió un hilillo cálido y viscoso que llegaba hasta su oreja.
Quiso ponerse de pie y no lo logró. Cosa rara, ya no sentía dolor ni frío apenas unos espasmos la recorrían. De reojo miró y su cola, su preciosa cola velluda, orgullosa, estaba embarrada de lodo y sangre. Sintió que unas manos la arrastraban hasta la orilla y un ruido de motor en marcha. Otra vez trató de pararse, de sacudirse, entonces comprendió que la casa, el sofá, la estufa, el café, habían sido un sueño y ya nunca más los soñaría porque ahora ella, la perra callejera no volvería a soñar. Se dormiría para siempre en el único hogar que conocía: la calle.

EL BESO

Pamela caminaba con prisa por la calle hacia la parada del bus. Ensimismada en la preocupación de llegar a casa para atender a su hijo menor enfermo de gripe. De pronto escuchó entre el gentío:
--Compañera, espéreme, espéreme. ¡ Hey, compañera!
Se sobresaltó. Hacia mucho tiempo que nadie la llamaba compañera. Sólo en su época joven de militancia política y el “compañera” le traía dolorosos recuerdos.
-- Espéreme -… volvió a escuchar al tiempo que sintió una mano en el hombro.
Se detuvo y volteó con cierto temor.
Casi choca con el rostro rubicundo y sonriente de un chico con tantos años como los de su hijo mayor, veintiuno o tal vez veinticuatro, no más.
--¡Hola! Soy yo, estudiamos juntos, normalmente me siento tres puestos mas atrás de usted.
Pamela hizo un esfuerzo por salir de sus temerosos pensamientos y reconoció al joven que le hablaba.
Efectivamente lo recordó, pues a veces sentía que le miraba con cierta insistencia.
Ambos estudiaban informática en horario vespertino y se podría decir que eran compañeros... de estudio... claro está, no de los otros, de los prohibidos por el dictador.
--Compañera- insistió el joven inocentemente- he notado que hace dos semanas no ha venido a clases.
--Sí- respondió Pamela - tengo un hijo enfermo.
--Bueno, si usted quiere le puedo prestar mis apuntes para que se ponga al día –agregó el joven.
--Gracias, eres muy amable te lo agradeceré mucho - respondió Pamela aceptando los cuadernos que le pasaba. En ese momento llegó el bus y Pamela subió.
-- Adiós, hasta el lunes – casi gritó desde arriba.
Él con decisión también subió.
--¡Vaya! Hacemos el mismo recorrido-le dijo Pamela un poco inquieta sin saber por qué.
Con una amplia sonrisa, casi angelical, el joven respondió:
--No, no es así, pero quisiera acompañarla-
Pamela lo miró. Le parecía extraño. Y como era su costumbre enfrentó directamente el dilema y sin retraso.
--¿Por qué?- inquirió seria-
El joven con evidente sonrojo contestó:
--No sé…porque quiero-
Esta respuesta la desconcertó ¿Qué pretende este jovencito?- pensó - ya tengo suficiente con los tres pelotudos que tengo en casa.
--Verá usted - agregó el muchacho - muchas veces he tenido el impulso de hablarle pero me he contenido porque es tan seria en clases, ríe pocas veces, por lo general está más bien tristona…¿Sabe?, Es mejor aprovechar el tiempo riendo para sanar el alma que languidecer de pena. Así se aprende mejor. Entra con más rapidez y con un gesto señaló la cabeza.
Se hizo un silencio prolongado. El continuó
-- Ahora que tengo la oportunidad quisiera decirle algo….
--Bueno, dígalo que luego tendré que bajarme - le contestó Pamela un poco desafiante.
El joven se revolvió inquieto en su asiento, se sentía como marihuana en bolsillo de carabinero, le ardía la cara y las manos le sobraban.
Ella sintió cierta ternura al ver que el joven sudaba angustia.
--El primer día que la vi, no lo podía creer, nunca había visto una mujer tan hermosa, sus gestos, su escasa risa, y hasta su impaciencia y mal humor me han quitado la paz. Por favor no se enoje pero creo que estoy perdidamente enamorado de usted.
El muchacho tomó un respiro se comió una uña y continuó:
-- Ya sé que esto es loco y que no puede ser. Prometo nunca más decírselo… pero… déjeme darle un beso, sentir sus labios, un sólo beso por favor.
Pamela pillada por sorpresa y estremecida por sus ojos tomó al joven del cuello, acercó su rostro y ahí en medio de la micro con los pasajeros observándolos lo besó tímidamente primero y luego con generosa pasión, con los ojos cerrados, sintió sus labios húmedos, la lengua urgente, menesterosa que la buscaba.
Acto seguido se puso de pie y descendió del bus.
El muchacho quedó mirándola en un mudo adiós.
Más tarde, acostada al lado de su marido, sonriente, muda en medio de los ronquidos de él, dijo en voz alta:
-- Lo que es la vida, jamás nunca sentí tanto amor en un beso. Luego acercándose al oído de su marido dijo bajito:
--¡Ay mata de arrayán florido! Hoy te han dejado enano, chiquito, ¿Ves?, La hombría no se lleva en los cojones sino en el corazón.